Me estaba enamorando de Angy.
Lo empecé a sospechar cuando me sonó
la alarma del jueves por la mañana. Habíamos dormido con mi mano derecha
apoyada contra su vientre para darle calor y mi rostro enterrado en su cuello,
oliendo su champú. El aroma a romero y... ¿salvia, quizás? se mezclaba con su
propio sudor.
Deseaba con toda mi alma quedarme un
rato más en la cama, pero debía ir a trabajar, así que me obligué a levantarme.
Me moví con cuidado para no despertarla, alcancé mi ropa y me vestí en completo
silencio. La erección mañanera me apretó los pantalones, pero no tenía tiempo
para hacerme cargo de ella. En su lugar, preparé el desayuno para ambos, desayuné
rápidamente y dejé una nota sobre la mesa antes de marcharme.
Desde que acabé el instituto apenas
escribía a mano y era consciente de que mi letra era un poco fea, pero esperaba
que Angy apreciase el detalle.
Cuando llegué a la obra, la mayoría
de mis compañeros ya se habían cambiado.
—¿Qué tal la noche, Romeo? —me
preguntó, irónicamente, Romeo—. ¿Fuiste a bailar con tu Julieta?
—No, al final nos quedamos en casa
viendo una película.
Me quité la camiseta mientras
intentaba al mismo tiempo abrir mi taquilla. Benito me echó una mano con la
cerradura; sólo quedábamos nosotros tres en el vestuario.
—Ya, ya, viendo una peli...
—Que sí —afirmé—. Sólo vimos una
peli.
—¿Romántica? —propuso el primero.
—De terror.
—Claaaaro, para poder arrimarte
cuando ella tenga miedo.
Los dos hombres se rieron. ¡Parecían
quinceañeros a los que les va la vida en el salseo! Y, en realidad, tenían treinta
y cuarenta años respectivamente.
—Creedme, a mí me dan más miedo que
a ella —me reí de buena gana.
—Mientras luego se te levante...
Romeo hizo un gesto obsceno con las
manos. Lo ignoré deliberadamente.
—Cada vez pasáis más tiempo juntos
—comentó Benito—. Se te nota... ¿Cómo se dice? Ilusionado.
—¿Y ya te has declarado?
—¡No! —incluso a mí mismo me
sorprendió el ímpetu de mi respuesta.
—¿Ella no quiere una relación?
Notaba las mejillas, el cuello y las
orejas ardiendo, así que me centré en atarme las botas de trabajo.
—Aún no hemos hablado de ello.
—Eso es porque pasáis demasiado
tiempo follando...
—O viendo películas.
Volvieron a reírse.
—También hablamos —chasqueé la
lengua—. La intimidad no sólo es sexo, ¿sabéis? Además, ¿por qué me tengo que
declarar yo?
—Me da igual quién se declare, pero
que alguien lo haga. ¡Ay, las nuevas generaciones! —Benito me ayudó a cerrar la
taquilla de nuevo—. Le tenéis miedo al compromiso, a que las relaciones duren.
¡Míranos a mi mujer y a mí! Pronto haremos veinte años de felizmente casados.
—Pero si te quejas todos los días de
tu vida de casado —le recordó Romeo.
—¿Estamos hablando de mí o de Eric?
—Eric, tú déjate llevar por tus
sentimientos.
Me giré hacia él de golpe, atónito.
—¿Desde cuándo hablas de
sentimientos, Romeo?
—¡Desde que ayer ganamos! —Ah,
claro, se refería al partido de fútbol que se jugó anoche—. Con prórroga y todo,
fue un partidazo.
A mí no me interesaba en absoluto ese
deporte. Al revés, ¡me aburría como a una ostra! Sin embargo, aproveché el
cambio de tema para desviar la atención de mi vida privada y, charlando
animadamente, nos pusimos manos a la obra.
Cuando llegó la hora del descanso,
se me aceleró el pulso al leer los mensajes pendientes.
Había dos fotografías.
La primera mostraba mi nota, a la
que Angy había respondido.
Como esperaba, Angy tenía
una letra preciosa, curvada y estilizada.
La segunda mostraba a Angy
desayunando, vestida con una blusa de color rosa pálido que drapeaba sobre su
torso de forma elegante y sensual. Debido al protocolo que le exigía su
trabajo, no llevaba los piercings, su cabello estaba recogido en un
moñito bajo, y sus pestañas maquilladas con rímel amenazaban con rayar los
cristales de sus gafas. Sus labios sonreían contra el borde de una tostada de
mantequilla y mermelada de frambuesa, y había dejado una marca de pintalabios
en la taza.
«Ojalá ser esa tostada», le
respondí.
Angy se conectó a los pocos
segundos. Había memorizado su horario y sabía que su descanso era sobre las
doce... ¿Acaso me estaba escribiendo a hurtadillas?
«Ojalá haberte desayunado a ti».
Mi polla palpitó al recordar el
calor de su garganta.
—¿Ya estáis intercambiándoos
mensajes, Romeo?
¿Tanto se notaba?
No le respondí. Me apoyé contra las
taquillas para no pillar a ningún compañero de fondo y me hice una foto desde
arriba; estaba cubierto de polvo y rastros de sudor, haciendo honor a mi
uniforme. Tal y como esperaba, Angy me respondió con emoticonos de fuego y se
me escapó una sonrisa.
—¿Por qué no te sacas la polla y le
mandas una foto?
El vestuario se llenó de cacareos.
—Porque es de imbéciles mandar
foto-pollas no solicitadas.
Romeo ni siquiera parpadeó.
—A mí me gustaría que me mandasen fotos
de tetas y coños sin haberlo pedido.
Varios le dieron la razón.
—¿Alguna vez te ha ocurrido?
—inquirí, escéptico.
—La verdad es que no. Siempre tengo
que pedirlas. Y cuando mando yo una foto, me insultan y me bloquean. Hubo una
tía que hizo un... ¿cómo se llama eso que pones muchas fotos?
—Collage.
—Eso.
Pues hizo un colax con todas las foto-pollas que le habían mandado en un
año. ¡Y estaba la mía! No sabía si sentirme orgulloso o humillado.
Benito chasqueó la lengua.
—Creo que esas chicas preferirían
que les mandases una foto de tus mascotas.
Mientras comíamos unos sándwiches y
nos hidratábamos, algunos con agua, refrescos o café, y otros con bebidas
alcohólicas, estuvimos discutiendo qué eran más adorables, si los perros o los
gatos. Benito también aprovechó el descanso para fumar, y Romeo se metió en la
boca un par de pastillas. Cuando sonó la sirena que marcaba el final del
descanso, volvimos a la faena.
La conversación sobre las
fotografías se reproducía una y otra vez en mi cabeza, mezclada con la que
había tenido el día anterior con Angy sobre los límites de la libertad sexual. En
cuanto terminé mi turno sobre las dos, no pude resistirme a preguntarle: «¿Te
gustaría una foto de lo que hay debajo del uniforme?»
Angy se conectó al instante, pero me
hizo esperar un largo minuto hasta que recibí su respuesta. Escribiendo... En
línea. Escribiendo... En línea.
«Sí. Pero que tenga un poco de arte,
por favor.»
Entendía a qué se refería. Por
suerte, Max llevaba varios años culturizándome en el arte del erotismo.
Me di prisa en volver a mi
apartamento y me metí directamente en la ducha. El agua caliente tuvo dos
efectos: 1) relajó mis músculos agarrotados y 2) cubrió el espejo de vaho, de
modo que apenas se podía adivinar mi figura.
—La clave del erotismo está en
insinuar —solía decir mi amigue.
Hice una foto y se la mandé.
«No se ve nada...» se quejó Angy.
«Paciencia, brat.»
El vaho comenzó a condensarse... En
un arrebato de inspiración, dibujé varios corazoncitos con los dedos y el
nombre de Angy a la altura de mi pecho, provocando que algunas gotas se
deslizasen por el cristal. Sin embargo, aún no se distinguían perfectamente
todos los detalles de mi reflejo. Le mandé otra foto.
«Esa me gusta más.» Me envió un
corazón negro y un emoticono de fuego.
Cuando el espejo se desempañó
completamente, hice la última foto. Posé de medio lado, sosteniendo el móvil
con la mano derecha a la altura de mi cabeza y mi erección con la mano
izquierda. De esta forma, quedaron al descubierto los tatuajes del costado, tres
golondrinas que nos representaban a Gina, Liam y a mí.
Recibí una marea de corazones negros
y más fuego.
«Oye, no es justo... Ahora tengo que
volver al trabajo y luego ni siquiera nos vamos a ver. Al menos, espero que te
toques pensando en mí...»
«Pronunciaré tu nombre al correrme.»
Escribiendo... En línea.
Escribiendo... En línea.
«Mándame un audio y así lo podré
escuchar.»
Ignorando que me acababa de provocar
un micro-infarto, Angy se desconectó. O sea, ella veía los vídeos porno sin sonido,
¿pero a mí me pedía que le enviase un audio corriéndome? ¡Qué chica tan contradictoria!
Y me estaba enamorando de ella.
La acústica del baño era bastante
buena, así que ni me molesté en cambiar de estancia. Comencé a masturbarme con
una mano mientras que con la otra sostenía el móvil cerca de mi boca. Gemí y
jadeé, imaginando cómo la follaría contra el lavabo si estuviéramos juntos, sin
importarme que tuviera la regla. Fantaseé con hacerlo sin condón, preguntándome
cómo se sentiría su coño, húmedo y caliente. La imagen de mi corrida
desbordando y adquiriendo un color rosado al mezclarse con su sangre me llevó
al límite.
—¡A-Angy! —grité su nombre, y casi
se me resbaló el móvil entre los dedos al enviarle el audio.
No me sorprendió que su duración
fuera inferior a los cinco minutos; cuando me masturbaba, tardaba menos tiempo en
llegar al orgasmo que cuando tenía sexo con otra persona, pero en cierta manera
también se sentía menos satisfactorio.
Resignado, me limpié y me puse el
pijama. Después de comer, me metí en la cama para echarme una siesta, y me aseguré
de tener bien puesta la alarma, pues por la tarde tenía la prueba médica.
Llegué a la consulta sobre las
siete.
Se trataba de una clínica privada. Las
personas que estaban esperando en la sala se me quedaron mirando descaradamente
cuando les di las buenas tardes y me senté en un asiento libre. ¿Por qué la
gente era tan superficial? Ignoré a aquella panda de ricachones estirados y,
para matar el tiempo, me dediqué a leer el webcómic que me había recomendado
Angy.
El arte era brutal y la historia me
había enganchado desde los primeros paneles. La protagonista, que era una
bruja, tenía un humor ácido y un poco mamarracho, si bien conforme avanzaba la
trama iba mostrando su corazoncito. En cuanto al protagonista masculino, que
era un hombre-lobo, al principio parecía serio y estricto, el típico personaje
obsesionado con cumplir las reglas, pero en seguida se descubrió que era un
cachito de pan que se preocupaba por la bruja, ya que ella no hacía más que
romperlas. El misterio respecto a los demonios y a la muerte de la amiga me
tenía en vilo. En cuanto al gore y a las escenas de sexo... Uf, no esperaba que
me fueran a gustar tanto.
—¿Eric Ardelean? —me llamó la
enfermera, sobresaltándome.
—Sí, soy yo.
—Por favor, pase por aquí. —Me hizo
entrar en la sala—. Análisis de sangre y
prueba de coagulación, ¿verdad?
—Eso me comentó el doctor, sí.
—Perfecto. Coloque el brazo sobre la
mesa, por favor...
Se puso una mascarilla y unos
guantes. Me anudó una banda elástica alrededor del bíceps para que se me
marcase más la vena y, tras pasar un algodón con alcohol por mi piel y dejar
tras sí el característico frescor, me comentó:
—Supongo que con la cantidad de
tatuajes que tiene no le dan miedo las agujas.
Estaba entrada en años, por lo que
se le marcaban las arrugas en las comisuras de los ojos al sonreírme.
—No, no tengo miedo ni a las agujas
ni a la sangre —le devolví la sonrisa.
Apenas noté cómo introducía la aguja
en la vena. Me sacó dos tubos, uno con tapa roja y otro con tapa azul, y
observé todo el proceso con los ojos atentos; me gustaba ver cómo los tubos se
llenaban.
—¡Listo! Presione con un algodón
hasta que deje de sangrar.
Se quitó los guantes y los tiró en
un cubo de papelera cercano, al igual que la mascarilla. La observé mientras
rellenaba mis papeles.
Tenía el pelo corto en media melena
negra, como las alas de un cuervo. Bajo el uniforme de enfermera, que consistía
en una camiseta blanca de manga larga, una camiseta de manga corta y unos
pantalones, ambos de color turquesa, se apreciaba un cuerpo rollizo. Me recordó
a Rosie, una enfermera que había conocido en la rehabilitación de mi madre años
atrás; habíamos follado una única vez, en el hospital, y yo me había negado a
seguir viéndonos cuando me enteré de que estaba casada y tenía un hijo.
Finalmente, me tendió los papeles sujetos
en una carpeta clip.
—Baje esta carpeta a recepción,
donde le pasarán la factura. Pida también cita con el doctor para finales de la
semana que viene. De todas formas, el lunes o el martes le debería llegar una
notificación con los resultados.
—Vale. Muchas gracias. Que tenga una
buena tarde.
—Gracias, señor Ardelean.
Igualmente.
En la recepción me atendió un chico
que apenas parecía haber terminado el grado de enfermería y que se quedó unos
segundos más de la cuenta mirando mis brazos.
Carraspeé y le pedí lo que me había
comentado la enfermera. El chico se recompuso, tecleó varios datos en el
ordenador e imprimió la factura.
—Serán 69,85€. ¿Con tarjeta o
efectivo?
—Con tarjeta, por favor.
¡Joder! Siempre había agradecido que
en este país hubiera una sanidad pública, y maldecía una vez más que me
hubieran negado la intervención por esa vía. Por suerte, me podía permitir
pagarla.
—Respecto a la cita... ¿Le viene
bien el jueves, día 12 de mayo, a la misma hora que hoy?
Asentí. El chico grapó el recibo del
pago a la factura, la plegó en tres y la introdujo en un sobre con el logo de
la clínica. Escribió en un papel la cita y la metió dentro también.
—Aquí tiene —me dedicó una sonrisa
tímida.
—Gracias. Hasta el jueves —le
dediqué un guiño y una sonrisa pícara.
De vuelta paré en una tienda de noodles,
así que entre unas cosas y otras llegué a mi apartamento sobre las nueve. Vi
que en el móvil tenía varios mensajes pendientes de Angy, pero prefería
abrirlos más tarde y contestarle como era debido que dejarle en visto.
Pillé un tenedor, la bolsa con mi
cena y encendí el ordenador del despacho. Justo en ese instante me saltó la
notificación de Skype.
—¡Hey, Liam! —saludé a la cámara—.
¿Qué tal todo?
Hacía casi un mes que no hablábamos,
así que cuando mi hermano me propuso hacer una videollamada no dudé dos veces
en confirmárselo.
—Estresado con el TFG —suspiró.
Liam tenía el pelo rubio largo y
revuelto, la piel cetrina por la falta de sol y ojeras violáceas bajo los ojos
del color del mar.
—¿Los pulpos no se portan bien? —le
piqué mientras abría con cuidado la bandeja de aluminio; aún estaba tan
caliente que despedía vapor.
—Los pulpos se han portado muy bien.
Ahora me toca ponerme a escribir como un loco para llegar a tiempo a la fecha
de depósito.
—¿Que es...?
—El dieciséis de junio.
—¡Pero si tienes un montón de
tiempo!
Resopló mientras negaba con la
cabeza.
—También tengo mil entregas de otras
asignaturas y este mes ya empiezo con los exámenes finales. ¡Ojalá tener ocho
brazos!
—Liam, te irá bien —intenté
tranquilizarlo—. ¿Has cenado?
—No, estaba esperando a cenar
contigo. —Vi cómo desaparecía momentáneamente de la pantalla para volver con un
plato—. Mi compi de piso ha preparado paella. ¿Tú qué estás cenando?
—Noodles con pollo.
—¿La versión de siempre?
—Mi favorita —asentí.
Aparte de los noodles y el
pollo, la receta incluía brotes de soja, lima, cacahuetes tostados y salsa
misteriosa de la casa. Pinché la lima con el tenedor para rociar los noodles
e intenté mezclar lo mejor posible todos los ingredientes.
—¿Tú qué tal el trabajo? —me
preguntó.
—Como siempre —me encogí de
hombros—. Hoy me sacaron sangre para las analíticas, por cierto. La semana que
viene el médico me confirmará cuándo me pueden hacer la intervención. Quizás en
verano... No quiero hacerme ilusiones, ya sabes.
—Guay. ¿Y qué tal lo demás?
Tragué el primer bocado. El sabor
era puro umami, y sin poder evitarlo me vino a la cabeza el sabor de
Angy.
—¿Lo demás? —repetí,
extrañado.
—Sí. Lo demás. Tu tiempo
libre... Tus salidas...
—Has hablado con Gina, ¿verdad?
Liam no pudo contenerse más.
—¿Por qué no me has contado que
estás saliendo con una chica?
—¡Maldita Gina! No sabe mantener la
bocaza cerrada... Además, Angy y yo aún no estamos saliendo.
—Sólo tenéis citas y folláis
—concluyó, con ese tono de voz que daba la impresión de que me estaba juzgando—.
Pero te gustaría consolidar vuestra relación, ¿no?
—¡Claro que sí! Angy es...
Me di cuenta de que describirla con
palabras como “inteligente”, “hermosa”, “interesante”, “buena” o “adorable” era
tirar por la vía fácil. Lo difícil era intentar transmitir su esencia, sus gestos
más característicos y personales, como cuando bailaba en Skeleton moon con
los ojos cerrados y los brazos alzados, cuando lamía el borde de la taza de
café después de dar un sorbo o cuando le aparecía un brillo especial en los
ojos al hablar de estadísticas.
—Estás enamorado de ella.
En este punto de la historia, ¿qué
sentido tendría negarlo?
—Sí. Me estoy enamorando de ella,
cada día más.
—¡Ja! Cuando salías con Sophie yo
era demasiado pequeño para darme cuenta de los indicios. Pero con Joel sí que
me acuerdo y ahora mismo has puesto la misma cara de bobo enamorado que
entonces.
—Me alegro de ser consistente. Ahora
sólo hace falta que ella sienta lo mismo por mí.
—¿Acaso tú no eres el de “la
comunicación es lo más importante”? —me hizo la burla mientras cogía entre los
dedos las cáscaras de un mejillón, y las abría y cerraba imitando el movimiento
de una boca.
—¿Eso os lo enseñan en la carrera?
Nos echamos a reír, y por un momento
sentí que Liam estaba justo a mi lado y no a cientos de kilómetros de
distancia.
—¿Y tú qué? ¿Te interesa alguien?
—Mi único amor es el mar. —Sonrió.
Desde hace años sospechaba que era asexual y probablemente arromántico, y al
preguntarle no pretendía presionarle, simplemente me hacía gracia su respuesta,
como si realmente estuviera enamorado del mar—. Pero sí que me interesa saber más
de Angy. ¡Cuéntame todos los detalles, va!
Liam estaba tan entusiasmado por
escuchar como yo por hablar. Así que mientras devoraba aquella deliciosa cena
le conté todas nuestras citas, eso sí, guardándome los detalles más indecentes
para mí.
Terminamos la videollamada a las
once y media. Liam me hizo prometer que le contase todas las novedades con Angy
próximamente, y yo le deseé mucha suerte con sus estudios.
Me dirigí a la cocina y limpié la
bandeja de aluminio junto con el tenedor. Luego la guardé en el armarito junto
a otras semejantes; solía reutilizarlas para preparar elaboraciones caseras,
como asados o postres. A raíz de eso me vino a la cabeza la idea de estudiar
cocina y dar un giro de 180º a mi vida. ¿Sería capaz de estudiar otro Grado Medio
a estas alturas?
Recordaba perfectamente cómo había
sido trabajar y estudiar al mismo tiempo el Grado Medio de Técnico en Obras de
Interior, Decoración y Rehabilitación. ¡Había sido mucho más agotador que con
la FP Básica! Pero al final el esfuerzo había merecido la pena y el título me
había abierto más opciones de trabajo; de hecho, gracias a esos estudios,
cuando compré el apartamento pude reformarlo por mi cuenta con un par de
colegas.
Inmerso en mis propios pensamientos,
me lavé los dientes y me dirigí a mi cuarto para ponerme el pijama. Justo
cuando fui a apagar la luz de la mesilla y vi el móvil sobre ella, me acordé de
que tenía mensajes pendientes de Angy. Para mi sorpresa, me encontré con varias
fotografías y un audio.
Todas las fotografías estaban
tomadas dentro de la bañera, pero desde distintos ángulos.
En la primera, Angy había apuntado
hacia sus piernas que emergían del agua, la cual estaba teñida de un tono
violáceo oscuro; sus pies estaban apoyados justo debajo del grifo, con las uñas
pintadas de negro contrastando contra la porcelana.
En la segunda, se había hecho un selfi,
mostrando una de esas mascarillas faciales que se pegaban a la piel; sus
pestañas negras, larguísimas, sobresalían entre los pliegues de papel mojado,
así como su septum, y sus labios sonrosados esbozaban una sonrisa plácida
e inocente.
En la última fotografía, Angy había
vuelto a apuntar hacia abajo, de manera que la foto enmarcaba su figura desde
su cuello hasta sus muslos. Por encima del agua se veían sus pechos, grandes y
redondeados; sus pezones apenas sobresalían de las aureolas, como si no
estuvieran erectos, y se percibían tenuemente las estrías blanquecinas a su
alrededor. El piercing de su ombligo era una lágrima brillante, y entre
su vientre y sus muslos cerrados el agua había formado un pequeño lago
triangular, ocultando su sexo; en su orilla se leía el tatuaje de Goth Girl.
En la mano que tenía libre sostenía un Satisfyer de color rosa pálido.
El audio duraba siete minutos y
treinta y dos segundos.
Angy se corrió gimiendo mi nombre.
Yo conseguí correrme un segundo más
tarde, pronunciando el de ella.