Capítulo 11. La Reina Roja

 Título: Angy, letras con forma de alas en los laterales. Color negro con sombras rosas y verdes.

Entre sesiones de femdom, mimos y películas de miedo, Eric y yo dimos la bienvenida al mes de mayo.
El lunes por la tarde nos costó tanto asimilar que debía marcharme a mi apartamento, que estuvimos casi una hora besándonos sobre la moto. Sólo cuando se hizo de noche Eric se obligó a arrancar de nuevo, y ninguno de los dos quiso señalar que alrededor de su cuello seguía llevando mi collar. A los pocos minutos me avisó de que había aparcado, sano y a salvo, lo cual me dejó con una sensación muy cálida en el pecho.
El martes fui a nadar y acudí al trabajo como en una nube; incluso le sonreí al cretino de mi jefe. Me senté ante el ordenador y la jornada se me pasó volando mientras intercambiaba mensajes con Eric en los descansos. Luego volví a casa, me di amor a mí misma mientras fantaseaba con todo lo que habíamos hecho durante el puente y me dormí pensando en lo que podríamos hacer la próxima vez que quedásemos.
El miércoles me desperté con un: «Buenos días, Goth Girl», una foto insinuante de Eric con uniforme y una propuesta: «¿Vamos a bailar a Skeleton Moon esta noche?»
«Allí nos veremos...» respondí junto con una foto mía desayunando café y galletas de canela, con el objetivo de que fuera mi escote lo que le despertase el apetito.
Mi sonrisa en el trabajo era incluso más amplia que la del día anterior. Sin embargo, se me quedó congelada en el rostro cuando a la hora de la comida fui al baño y vi la sangre en el papel.
—¡Joder!
La muy cabrona se me había adelantado dos días. Intenté hacer memoria... ¿Había metido la copa menstrual en el neceser? Improvisé una compresa con papel para salir del paso y, al recolocarme la falda frente al espejo, me di cuenta de que una mancha rojiza rompía la monotonía gris justo debajo de mi culo.
—¡Joder!
Esperé en el baño a que mis compañeros salieran de la oficina, ansiosa, y sólo cuando todas las voces se apagaron regresé a mi puesto. Ahí se hicieron realidad dos de mis peores temores: 1) se me había olvidado el neceser en casa y 2) había una mancha enorme y oscura en la tapicería azul claro de la silla.
—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!
Me entraron ganas de llorar sólo de pensar en los comentarios de mis compañeros... o peor, de mi jefe.
Un carraspeo me arrancó de mis pensamientos y me di la vuelta con las mejillas encendidas.
—¡Lo sie...!
—Cariño, no te preocupes, a todas nos ha pasado alguna vez.
Era la señora de la limpieza. Se trataba de una mujer de mediana edad, bajita y delgada, con mucho nervio. La mayoría de las veces la veía al punto de la mañana, pero en otras ocasiones me la encontraba al medio día o al final de la jornada. Sin embargo, más allá de los saludos y despedidas de cortesía, nunca había hablado con ella.
—En una de las oficinas del edificio están sustituyendo las sillas por otras nuevas —continuó la mujer—. ¡Y eso que sólo tienen un par de años! Ahora te subo una... Esta se puede ir a la basura junto a las otras. ¡Nadie se enterará! —Sus ojos azules le brillaban tras unas gruesas gafas de pasta de color rojo—. En cuanto a la falda... La sangre es reciente. Te puedo prestar el quita-manchas y, si la lavas con agua fría, la mancha se irá en seguida y la puedes secar con el secador del baño. ¡Pero no mojes toda la prenda! O no se te secará hasta mañana. Ah, por cierto, ¿necesitas una compresa o un tampón?
Cuando asimilé sus palabras se me saltaron un par de lágrimas por la emoción.
—Sí, si no es mucha molestia, ¿me puedes prestar un tampón, por favor?
—¡Claro que no es molestia! Aquí tienes dos, cariño. —Los extrajo de su riñonera—. ¡Pero no hace falta que me los devuelvas!
Nos echamos a reír.
—Toma, el quita-manchas. ¡Ale! En seguida te traigo la otra silla...
Mientras ella se dirigía al ascensor con la silla manchada, yo me apresuré de nuevo al baño. Me coloqué el tampón con ayuda del aplicador y me quité la falda, quedándome en ropa interior y medias mientras la limpiaba; mis emociones oscilaban entre la vergüenza, los nervios y el alivio.
Media hora después estaba vestida de nuevo y en mi puesto había una silla prácticamente idéntica a la anterior, como si nada hubiera pasado. La mujer tarareaba una cancioncilla al mismo tiempo que pasaba un paño por los escritorios. Me fijé en que llevaba el pelo corto teñido de un brillante color naranja.
—Muchas gracias —le devolví la botella—. De verdad, me has salvado la vida.
—Si no nos ayudamos entre nosotras, ¿quién lo va a hacer? —Replicó sin mirarme—. Ya se lo digo a mis hijas: «Niñas, hay que ser fuertes e independientes. Pero si en algún momento necesitáis ayuda, no dudéis en pedirla. Y si en algún momento podéis prestarla, no dudéis en ayudar».
—En esta empresa siento que nunca puedo bajar la guardia —le confesé—. Si les pidiera ayuda a mis compañeros en algo así, sería como darles la razón de que por ser mujer soy más débil que ellos.
—Te entiendo. Lo único, espero que tú no te lo creas.
—¿El qué?
Levantó la vista para mirarme.
—Que eres más débil que ellos.
Negué con la cabeza mientras le devolvía la sonrisa.
—Nunca. Por cierto, me llamo Angy.
—Carmen. Encantada... —Me sonrió como una madre a una hija—. ¿No deberías ir a comer, Angy?
Miré el reloj y exclamé por enésima vez:
—¡Joder! ¡Sí! Muchas gracias de nuevo, Carmen... ¡Hasta mañana!
—¡Que tengas un buen día!
—¡Igualmente!
Cogí rápidamente mis cosas y corrí hacia la salida.
Al final sólo me dio tiempo a comerme un sándwich vegetal de atún y un zumo de naranja en la cafetería de siempre, pero al menos regresé a la oficina a tiempo.
Sin pretenderlo, escuché la conversación que llevaban tres compañeros en el pasillo:
—...Y el sábado por la noche fui al club con un par de amigos. ¡Tenéis que ir! Hay una chica nueva que acaba de cumplir los dieciocho... Todo el dinero que ganamos en el casino nos lo gastamos en ella. ¡La dejamos reventada!
Noté cómo se me revolvía el estómago con sus risas de hiena.
—¡No sé, tío! Yo prefiero que tengan un poco de experiencia, la verdad.
—Buah, pues yo sí que iría a probarla, pero mi mujer está muy susceptible desde que tuvo al bebé y no quiere que salga.
—¡Qué faena, tío!
—Bueno, con un poco de suerte le habrán puesto algún puntito de más... Ya me entendéis...
Más risas.
Me desvié a mi puesto y ellos siguieron andando hasta los suyos.
¡Luego me preguntaban que por qué comía sola o por qué no iba a las cenas de empresa! Aquellas conversaciones despertaban un profundo asco en mi interior y me hacían sentir muy, muy violenta. Sin embargo, como estábamos en un ambiente de trabajo me mordía la lengua.
Me sumergí de nuevo en mis tareas. Mi malestar se transformó en un dolor lacerante en el vientre y las lumbares. Apreté los dientes y me encogí en la silla, intentando contenerlo y relegarlo a un segundo plano mientras me centraba en los números y las gráficas.
La dismenorrea era el peor de los dolores que había experimentado en mi vida. Era tan intenso, tan visceral, que me daban ganas de arrancarme el útero de cuajo. Lo único que me permitía mantenerlo bajo control eran los calmantes e infusiones dobles de tila, pero por culpa de mi despiste en ese momento no tenía ninguna de las dos cosas.
El dolor creció hasta irradiar todo mi cuerpo. La espalda se me cubrió de un sudor frío que poco a poco fue empapando mi camisa, las piernas comenzaron a temblarme y mis ojos se velaron con chiribitas.
—Venía por uno de los informes de... ¿Te encontrás bien, Angelita?
Al cretino de mi jefe le encantaba pedirme informes en los últimos minutos de la jornada y dirigirse a mí con un diminutivo, pero, por primera vez, el tono de su voz sonó genuinamente preocupado.
Me costó horrores enderezarme, sonreír como si no pasase nada y enfocar mi vista en su cara.
—Estoy bien, Mariano.
—No sé, Angelita... ¡Parece que habés visto un fantasma!
Mariano tenía el aspecto de una estrella de rock de los sesenta, con el pelo castaño moteado de gris, flequillo y largas patillas. Era bajito y fornido, y solía vestir con un traje caro perfectamente entallado. Sin embargo, atufaba a perfume barato y a puro, y siempre elevaba la voz cuando hablaba, como si quisiera asegurarse de que todo el mundo le escuchaba.
Me dieron ganas de decir que el fantasma era él, pero me contuve.
—¿Qué informe necesitabas?
Me miró desde arriba con sus ojos claros como dos pedazos de hielo deslizándose por mi escote.
—Esto... El informe... ¡Carajo, sí, el informe!
Mientras le enseñaba en el ordenador el informe que me pedía, se inclinó hacia delante y apoyó casualmente una mano en mi hombro izquierdo. Me quedé congelada, sin saber cómo reaccionar, y por un momento el dolor ensordeció y el único contacto que pasó a existir fue el de esa mano demasiado pesada.
—¡Está todo en orden! —Se incorporó tras una eternidad, soltándome—. Hoy podés marcharos antes y descansar, Angelita.
Cualquier otro día habría rechazado la oferta y me habría quedado hasta la hora reglamentaria. Sin embargo, recogí mis cosas sin rechistar y, tras asegurarme de que la silla estaba impoluta, me marché con pasos temblorosos hacia la salida ignorando las miradas y los murmullos.
El dolor ocupó de nuevo todo mi cuerpo, así como los sudores y las chiribitas. Me dirigí a una parada de taxis y le rogué a la conductora que atajase lo más rápido posible.
—Es hora punta, cielo. Lo que puedo hacer es intentar salir a la circunvalación y entrar en el Sector 7 desde la zona que está en obras.
—Lo que consideres mejor —murmuré.
El coche se puso en movimiento, suavemente gracias a su motor eléctrico. Al hablar de las obras me había acordado de Eric, así que saqué el móvil del bolso y me dispuse a contestar a los mensajes que tenía pendientes.
 


Con el corazón acelerado por aquel intercambio de emoticonos, apagué la pantalla y suspiré. Una parte de mí se arrepentía de haber cancelado el plan. La otra parte me alertó de que me estaba mareando, reafirmándome en que en ese estado no podía ir a bailar.
En vez de mirar por la ventanilla, desde el asiento de detrás del copiloto me fijé en que la taxista tenía el pelo decolorado de color rubio platino con las puntas azules.
—Me encanta tu pelo —empecé una conversación para distraerme.
—¡Gracias! —Tenía la voz grave y melódica—. Cuesta lo suyo mantenerlo.
—Lo sé.
En lo que quedaba de trayecto estuvimos charlando de los colores que nos habíamos teñido el pelo cuando éramos adolescentes. Cuando me dejó frente a mi portal, nos habíamos presentado y me había entregado su tarjeta para que, si un día necesitaba un taxi urgentemente, la llamase.
—¡Encantada de conocerte y que tengas un buen día, cielo!
—¡Igualmente, Nane!
Ojalá mi día mejorase...
Corrí hasta mi apartamento y fui directa al baño. Me dio el tiempo justo de quitarme las gafas y hacerme una coleta, me arrodillé ante el inodoro y vomité los restos de la comida. Iuj. Los ojos se me llenaron de lágrimas y noté la garganta rasposa por el ácido. Escupí y, cuando me aseguré de que no iba a vomitar de nuevo, tiré de la cadena y me enjuagué la boca en el lavabo.
Como una autómata, fui al dormitorio a por el neceser y luego a la cocina para desinfectar la copa menstrual con agua hirviendo. Me preparé una infusión doble de tila, y me obligué a comer un poco de pan para acompañar los calmantes; durante todo el proceso dejé la mente en blanco, agotada de vivir aquella tortura casi todos los meses.
Regresé al baño. Me desnudé, dejando la ropa en un montón en el suelo, me senté en el inodoro y me quité el tampón. Odiaba la sensación de sequedad que dejaba y, teniendo en cuenta la posibilidad de provocar síndrome de shock tóxico y su impacto medioambiental, me alegraba de haberme comprado hace años la copa menstrual.
Defequé, apretando los músculos del abdomen con fuerza mientras la sangre goteaba libremente. Las rodillas me temblaban por el esfuerzo y el sudor volvió a cubrirme entera. De vez en cuando daba sorbos a la infusión, y entre vez y vez apoyaba la taza contra mi vientre para darme calor.
Cuando los calmantes y la tila hicieron efecto, al cabo de media hora, el dolor y los calambres se fueron mitigando. Tiré de la cadena y me senté en el bidé para lavarme y colocarme la copa con mayor facilidad. Hacía tiempo había descubierto que me la colocaba mejor con la mano izquierda, a pesar de ser diestra. La doblé hasta formar una “U” y me la introduje con cuidado. Una vez dentro de mi vagina, tiré del extremo y noté que se abría con un plop. Palpándola con los dedos me aseguré de que estuviera bien colocada para minimizar las fugas de sangre; una vez puesta ni siquiera la notaba. Finalmente decidí darme una ducha caliente para quitarme el sudor y relajar mis músculos.
Ya en mi dormitorio, me puse unas bragas negras que me cubrían hasta el ombligo y me apretaban el vientre. Justo cuando estaba atándome el lazo del albornoz sonó el timbre.
—¿Quién es? —pregunté por el telefonillo, extrañada.
—¡Eric! —Escuché su voz, grave y profunda—. ¿Puedo subir?
—¡S-sí, claro!
Le abrí y esperé en el recibidor, convertida en un manojo de nervios. ¿Qué hacía Eric aquí?
Eric salió del ascensor con una amplia sonrisa. Estaba vestido de manera informal, con botas, vaqueros oscuros y camiseta negra con flores rojas, y portaba una bolsa de esas reutilizables para el supermercado.
—Hola, Angy.
Se inclinó hacia delante para darme un beso, pero le giré la cabeza en el último momento.
—Lo siento, es que no me he lavado los dientes —me disculpé, azorada.
Me besó con suavidad la mejilla, la mandíbula y el cuello. Sentí que me derretía.
—No pasa nada. —Se separó y me observó de arriba abajo—. ¿Qué tal te encuentras?
—Un poco mejor, gracias. ¿Qué haces aquí?
Cerré la puerta y le invité a pasar al salón.
—Te escribí y te llamé, pero como no contestabas me arriesgué a presentarme directamente. Supongo que te pillé en la ducha —señaló mi pelo mojado—. Estaba un poco preocupado porque sé lo capulla que se puede poner la Reina Roja a veces.
—¿La Reina Roja?
—Así es como llama Gina a la regla, porque le baja cuando le da la gana y le suele hacer bastante daño. No me apetecía ir a bailar sin ti —admitió, ruborizándose ligeramente mientras me miraba a los ojos—, así que pensé en venir a hacerte compañía. ¿Te apetece? Si no me puedo ir...
Hizo ademán de retroceder.
—¡No! —Lo agarré de la manga de la camiseta de forma instintiva—. Quédate, por favor. ¿Qué es lo que has traído?
 Nos dirigimos a la cocina y se dispuso a extraer los objetos de la bolsa.
—Cacao en polvo para preparar chocolate caliente... Cerezas... Palomitas por si te apetece ver alguna peli... Y te puedo preparar lo que quieras de cena.
—Esta mañana descongelé una dorada.
—Tengo una receta de dorada con jengibre y limón que te encantará —sonrió, regalándome sus hoyuelos.
—La verdad es que me podría acostumbrar a que cocines para mí...
—Eso espero. —Sus ojos verdes brillaban por la ilusión—. ¿Te apetece que te prepare ya el chocolate caliente para merendar?
Ahora que se me había asentado el estómago noté que empezaba a tener hambre.
—Sí, gracias.
Eric se puso manos a la obra. Mientras tanto me senté a la mesa y le conté lo que me había ocurrido durante la hora de la comida, terminando con la conversación que había oído sin querer en el pasillo de la oficina.
—Lo que no es de recibo es que tengas que aguantar esas conversaciones en tu ambiente de trabajo —opinó.
—Ya, bueno, estoy acostumbrada. Ambiente de machirulos, ¿entiendes?
—Te entiendo muy bien —suspiró.
—¿Tú —tanteé— has ido alguna vez a algún... club de alterne?
Sentía que era un tema con el que podía hablar abiertamente con Eric, si bien su respuesta podía condicionar mi opinión sobre él.
Eric se sentó a mi lado tras colocar sobre la mesa un bol de cerezas recién lavadas y ofrecerme una taza de chocolate humeante.
—Sí.
«No saques conclusiones precipitadas, Angy. Deja que se explique», me refrené a mí misma antes de decir nada. Eric le dio vueltas a su chocolate con la cuchara y por su expresión supe que estaba recordando aquel momento.
—Fui una vez, cuando un compañero de trabajo me invitó a su despedida de soltero. Ya sabes que no bebo alcohol, así que simplemente me tomé un refresco en el bar e intenté disfrutar del espectáculo de striptease.
—¿Lo intentaste? —enarqué una ceja.
—Admito que me sentía un poco incómodo en aquel ambiente. Cuando todos mis compañeros acabaron contratando diversos servicios y se retiraron a las habitaciones que el local tenía en los pisos superiores, me marché. Estuve en una discoteca... y ligué. Intuyo que bajo esa pregunta subyace la que realmente te interesa que responda: «¿Qué opinas sobre la prostitución, Eric?»
Me llevé una cereza a la boca, tirando del rabillo con un movimiento rápido para quedarme sólo con el fruto entre los dientes.
—¿Qué opinas sobre la prostitución, Eric?
Sonrió un momento. Luego se puso serio al responder:
—Personalmente, no estoy a favor. El consentimiento es la condición sine qua non del sexo y, aunque hay personas que defienden la prostitución voluntaria, me parece muy improbable que se cumpla esa condición cuando hay dinero de por medio.
Escupí el hueso en una servilleta.
—Tenías la respuesta preparada, ¿eh?
Ambos nos echamos a reír.
—Obviamente es un tema que he hablado mucho con mi hermana a raíz de su trabajo. —Por cómo hablaba de ella, tenía cada vez más ganas de conocer a Gina—. Es innegable que la prostitución vulnera los derechos de las personas. Perpetua la violencia, particularmente hacia las mujeres, y en muchos casos está relacionada con la trata de personas y con la explotación infantil.
—Creo que la estadística mundial es que, de la trata de personas, más de un 80% se destina a la prostitución —apunté—. Sin embargo, dentro de la prostitución no está claro cuál es el porcentaje relacionado con la trata, ya que como la prostitución no está regulada es difícil acceder a las cifras reales sobre las personas que se prostituyen.
Eric me miraba con tal atención e intensidad cuando le hablaba de estadísticas que sentía que podía seguir hablando todo el día y no se cansaría.
—Además —proseguí—, no sólo hay prostitución en prostíbulos, sino también en pisos privados y en la calle. Se calcula que hay decenas de miles de personas que se prostituyen en nuestro país, y la mayoría serían mujeres cis, extranjeras y estarían en situación económica vulnerable.
—Por esa razón, un punto clave es centrar el peso de la ley en los proxenetas e incluso los clientes, no en las personas que ejercen la prostitución.
—Entonces, tú eres más partidario de la abolición de la prostitución —mi tono era más interrogativo que afirmativo.
—Sí —me confirmó Eric tras atrapar otra cereza—. Entiendo que el regulacionismo defienda la libertad sexual de las personas, particularmente de las mujeres, pero creo que es muy difícil desligar la prostitución de su origen social patriarcal. Además, tiene relación con problemas muy graves: violaciones, drogas, ITS, crimen organizado...
Escupió el hueso y continuó:
—Hay estudios que muestran que las exprostitutas presentan síntomas del trastorno de estrés postraumático y numerosos problemas de salud. Y, aunque dejen ese mundo, sufren el estigma y la exclusión social. Al final, es una cuestión de derechos humanos.
—Opino lo mismo —asentí—. ¿Y qué opinas de otros sectores de la industria del sexo, como la pornografía?
—Presenta una problemática parecida, pero creo que es más factible regularla en comparación con la prostitución. No quiero sonar hipócrita... Veo porno desde que soy adolescente, pero eso no quita que, sobre todo con el paso de los años, haya adoptado una visión crítica. Ahora prefiero el hentai, ya que no implica a personas reales.
—Pero, aunque sea ficción, supongo que también tendrás tus límites en cuanto a las temáticas y el contenido.
—¡Claro, claro! Nada de lolis ni furros. El monster-fuck tampoco me va, pero voy a hacer una excepción con el webcómic que me mandaste.
Me ruboricé de nuevo.
—Me alegro de que te animes a leerlo. Yo admito que sigo viendo porno de vez en cuando.
—¿Con o sin audio? —La planteó como si fuera la pregunta del millón.
Me hice la horrorizada.
—¿Qué clase de psicópata ve porno con audio?
Volvimos a reírnos. Mientras terminábamos de merendar, discutimos en broma sobre las ventajas y desventajas de ver porno con audio. También hablamos sobre la industria creciente del OnlyFans, que estaba a medio camino entre la prostitución y la pornografía, y la conversación desembocó irremediablemente en las fantasías sexuales.
—La primera noche que pasaste en mi apartamento, cuando te até a la cruz y te azoté con la fusta...
—¡Cómo olvidarlo! —suspiró, recreándose en su recuerdo.
—Te llamé “mi putita”. ¿Eso te molestó?
—Angy, si me hubiera molestado te lo habría dicho —me aseguró—. Ya te dije que asumir los roles de Amo-esclavo (en todas sus combinaciones de géneros, ya me entiendes), me gusta. ¿Eso implica que esté a favor de la esclavitud en la realidad? No. Yo en ese momento estaba perdidamente excitado por someterme a ti. Y tú estabas tan metida en tu rol de Dom que aquella expresión te salió sola.
—Eso demuestra que la prostitución se emplea como una herramienta para someter a las personas. —Cada vez era más consciente del poder que tenían las palabras—. Buscaba degradarte y humillarte.
—Y funcionó. Y yo lo disfruté, por eso me corrí. —Eric se levantó y se acercó a mí para sostener mi rostro entre sus manos, mirándome fijamente a los ojos—. Aunque resulte paradójico, estoy dispuesto a convertirme en “tu putita” cuando llevemos a cabo sesiones de femdom. Es sólo una fantasía. Obviamente, si tú no estás cómoda con ello, puedes seguir empleando otros apelativos...
—“Esclavo” me convence más —murmuré, hundiéndome en sus pupilas—. Y me gusta que me llames “Ama”.
—Por supuesto, Ama. —Su boca apenas rozó mis labios—. Aunque hoy me he dejado el collar en casa...
—Hoy no me encuentro lo suficientemente bien como para tener sexo —le avisé, apesadumbrada.
—Angy, no he venido para tener sexo, sino para estar contigo.
Nos besamos, y en ese momento me dio igual que no me hubiera lavado los dientes. Nuestro beso supo a chocolate y cerezas, a consentimiento y libertad.
¡Joder!
Me di cuenta de que me estaba enamorando de Eric.